sábado, 21 de junio de 2008

EL VIAJE TRUNCADO A DOBSYNKA


El viaje sin planificación tiene sus riesgos pero por lo general ofrece muchas recompensas. Tras un intenso periplo europeo, se nos ocurrió llevar nuestros pies a la alta montaña eslovaca.
En Bratislava, conocimos a L´udovit Stur, un historiador que nos habló de una vieja cueva glaciar en la localidad de Dobsinka. La idea era interesante.
El trayecto en tren dura unas ocho horas con trasbordo en Magercany. El problema de alejarse de la capital es que se reducen las posibilidades de encontrar gente que hable castellano, inglés o francés.
Con muchas dudas, nos bajamos en Dobsina, un apeadero muy cercano a la cueva. Se avecinaba la crisis, era un apeadero, sin taquilleros, sin gente, sin casas. Una estación en mitad del campo con un hermoso letrero de horarios que nos dejo claro que no podríamos regresar a Bratislava hasta la mañana siguiente. Tratamos de subir al tren pero las puertas se habían cerrado y no había más viajeros que compartieran destino con nosotros. Estábamos solos en algún punto de Eslovaquia.
Caminamos durante algunos minutos por el margen de una carretera. Era muy temprano y la humedad mordía los huesos. Vimos un cartel enorme con una foto preciosa en la que aparecían unas esbeltas estalactitas. ¡Era la cueva de Dobsinka! La alegría duro un instante, debajo de la sugerente foto, un letrero en ingles advertía que los lunes se cerraba la cueva al turismo. Era lunes.

De nuevo como al principio, sin gente, sin casas sin tienda de campaña. Tiré el macuto al suelo y di una patada a una enorme piedra causándome un dolor terrible en los dedos de los pies. Entre mis maldiciones, me pareció escuchar voces que venían del camino de la cueva. Me puse en pie para ver mejor. Efectivamente, una familia se acercaba hacia nosotros. Ellos seguramente también se encontraron con la gruta cerrada. Corrí hacia ellos. El padre, un hombre corpulento de voz grave me miró y me pregunto: - Can I help you? Le contesté un yes, tan efusivo que todos se echaron a reír. Les conté toda la historia y se quedaron un rato pensativos. Nos dijo que el pueblo más cercano estaba a unos 15 kilómetros y que había allí un hotel rural rodeado de montañas con vistas a un precioso lago. Nos indicó la dirección. Me puse la mochila al hombro y me despedí de ellos siguiendo el camino que nos había indicado. ¿Es que vas a ir andando?, me preguntó. Encogí los hombros y soltó una grave carcajada, mientras se apartaba un teléfono móvil de la oreja - Os he reservado habitación en el hotel, si queréis os llevamos en coche, no está lejos de aquí. Creo que mi rostro fue lo suficientemente expresivo. Le acompañamos a su coche, hacia un nuevo destino desconocido, pero eso ya pertenece a otra historia.

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