lunes, 23 de junio de 2008

ES PRIMAVERA EN LOS BALCANES


Son las siete de la mañana, el sol me despierta al filtrarse por un agujero de la cortina. El tren se detiene. Hemos llegado a Sarajevo, la capital de Bosnia Herzegovina. Despierto al resto del grupo que, adormilado, comienza a recoger los macutos para pisar tierra tras ocho horas de viaje. La estación de tren está completamente desierta, únicamente tres personas se han bajado. Unos hombres charlan mientras disfrutan de una taza de té. Estamos cansados del viaje por las continuas interrupciones de militares que solicitan nuestro pasaporte al grito histérico de ¡control passport!. No tenemos alojamiento, pero esa no es nuestra principal preocupación, lo primero es desayunar. Nos dijimos a la salida pero una mujer corpulenta se interpone en nuestro camino y nos dice “welcome to Sarajevo, where are you from?”. La mujer era propietaria de un bar-locutorio y es, de alguna manera, la representante de la oficina de turismo de la estación de tren. Nos ofrece información sobre habitaciones pero no nos convence y tratamos de huir. Demasiado tarde, otra mujer de aspecto desaliñado nos ofrece hoteles para dormir; una tercera persona se dirige hacia nosotros. Tanta insistencia nos termina irritando y decidimos irnos de allí. Nos siguen durante algunos metros pero acaban por desistir ante nuestra indiferencia.

Una plaza iluminada por el sol de la mañana es lo primero que vemos de la ciudad de Sarajevo. Un viejo tren tiroteado hace las veces de monumento.
El café se hace necesario. Comenzamos a caminar en busca de una cafetería. La estación no está demasiado lejos del centro de la ciudad y decidimos ir al mismisimo corazón de Sarajevo para disfrutar de nuestro desayuno.
Las calles están prácticamente desiertas a pesar de la claridad de la mañana. El día aun no ha comenzado para los bosnios. Caemos en la cuenta de que no tenemos dinero bosnio. Es necesario ir a una oficina de cambio. Paseando por las calles nos sorprenden las fachadas de los edificios, salpicadas de impactos de bala. En la ventana de uno de estos edificios un niño nos sonríe. Miro los impactos de bala de la ventana y después vuelvo a mirar al chiquillo. La vida siempre termina abriéndose camino, pienso.
Albert grita, ¡mirad un banco!, vamos a cambiar el dinero, estoy hambriento.

sábado, 21 de junio de 2008

EL VIAJE TRUNCADO A DOBSYNKA


El viaje sin planificación tiene sus riesgos pero por lo general ofrece muchas recompensas. Tras un intenso periplo europeo, se nos ocurrió llevar nuestros pies a la alta montaña eslovaca.
En Bratislava, conocimos a L´udovit Stur, un historiador que nos habló de una vieja cueva glaciar en la localidad de Dobsinka. La idea era interesante.
El trayecto en tren dura unas ocho horas con trasbordo en Magercany. El problema de alejarse de la capital es que se reducen las posibilidades de encontrar gente que hable castellano, inglés o francés.
Con muchas dudas, nos bajamos en Dobsina, un apeadero muy cercano a la cueva. Se avecinaba la crisis, era un apeadero, sin taquilleros, sin gente, sin casas. Una estación en mitad del campo con un hermoso letrero de horarios que nos dejo claro que no podríamos regresar a Bratislava hasta la mañana siguiente. Tratamos de subir al tren pero las puertas se habían cerrado y no había más viajeros que compartieran destino con nosotros. Estábamos solos en algún punto de Eslovaquia.
Caminamos durante algunos minutos por el margen de una carretera. Era muy temprano y la humedad mordía los huesos. Vimos un cartel enorme con una foto preciosa en la que aparecían unas esbeltas estalactitas. ¡Era la cueva de Dobsinka! La alegría duro un instante, debajo de la sugerente foto, un letrero en ingles advertía que los lunes se cerraba la cueva al turismo. Era lunes.

De nuevo como al principio, sin gente, sin casas sin tienda de campaña. Tiré el macuto al suelo y di una patada a una enorme piedra causándome un dolor terrible en los dedos de los pies. Entre mis maldiciones, me pareció escuchar voces que venían del camino de la cueva. Me puse en pie para ver mejor. Efectivamente, una familia se acercaba hacia nosotros. Ellos seguramente también se encontraron con la gruta cerrada. Corrí hacia ellos. El padre, un hombre corpulento de voz grave me miró y me pregunto: - Can I help you? Le contesté un yes, tan efusivo que todos se echaron a reír. Les conté toda la historia y se quedaron un rato pensativos. Nos dijo que el pueblo más cercano estaba a unos 15 kilómetros y que había allí un hotel rural rodeado de montañas con vistas a un precioso lago. Nos indicó la dirección. Me puse la mochila al hombro y me despedí de ellos siguiendo el camino que nos había indicado. ¿Es que vas a ir andando?, me preguntó. Encogí los hombros y soltó una grave carcajada, mientras se apartaba un teléfono móvil de la oreja - Os he reservado habitación en el hotel, si queréis os llevamos en coche, no está lejos de aquí. Creo que mi rostro fue lo suficientemente expresivo. Le acompañamos a su coche, hacia un nuevo destino desconocido, pero eso ya pertenece a otra historia.

DEDYNKI, EL DESTINO SORPRESA


El recorrido en coche duró unos minutos, que aprovechamos para conversar con la familia que amablemente accedió a llevarnos. Nos comentaron que el lugar al que nos dirigíamos era un enclave de turismo checo, sobretodo en invierno cuando se abrían las pistas de esquí.
El coche nos dejó enfrente de un elegante hotel de madera. El hombre de voz grave nos acompañó hasta la recepción, recogió las llaves de la habitación y nos las entregó.
El destino sorpresa al que habíamos llegado se llamaba Dedinky, un pequeño pueblo de montaña levantado al pie de un enorme lago y rodeado de montañas pobladas de esbeltos árboles. Las brumas flotaban sobre el agua convirtiendo aquello en un paraje mágico. Había algunos barcos pescando bajo un sol debilitado por la niebla y algunos senderistas se encaminaban hacia la montaña.
Hacía tan sólo una hora que nos encontrábamos perdidos en algún lugar de Eslovaquia y ahora nos hallábamos en uno de los paisajes mas hermosos que he conocido. Es la magia de la aventura de viajar.
Dejamos el equipaje en la habitación del hotel y nos dimos un paseo por el pueblo. La gente nos miraba con curiosidad, no suelen llegar allí mochileros. Había casas encaladas con tejados negros de pizarra y cuidados jardines. Vimos un chiringuito y nos sentamos a disfrutar de unas cervezas.


Allí nadie hablaba inglés, así que todo se hacía por señas. A la hora de comer se nos antojaron unas salchichas enormes que habíamos visto a unos comensales. Al llegar a la barra del chiringuito, el camarero nos ofreció un listado de platos, pero estaban escritos en eslovaco y no lo entendíamos. Queríamos salchichas, así que fuimos hasta la mesa donde se estaban comiendo esas salchichas y se las mostramos al camarero.
Otro problema vino a la hora de pagar, en la lista figuraba un precio pero nos cobraron más, parece ser que allí se paga por peso, o al menos, eso entendimos. De todos modos, nos daba igual, no habíamos llegado al paraíso para discutir sobre el precio de una salchicha sino para disfrutar de él.